lunes, 29 de marzo de 2010

Sobre el optimismo


Muchos, probablemente todos, tenemos, aun sin habérnoslo propuesto, y sin saberlo conscientemente incluso, una recopilación personal de frases que por una u otra razón se nos han quedado ahí, fijadas en nuestro guión. Algunas, grabadas “a fuego”, a fuerza de repeticiones, imposiciones y hasta amenazas de condenación eterna; frases con las que a menudo hay que combatir y que cuesta desaprender. Otras, elegidas y mimadas, que han hallado una circunvolución en nuestro cerebro en la que acurrucarse y que se convierten también para nosotros con frecuencia en un refugio amable contra el desaliento. Desde que era una joven estudiante ha formado parte de mi particular, aunque no exclusiva, selección una afirmación del político y pensador italiano Antonio Gramsci: “El pesimismo es un asunto del intelecto; el optimismo, de la voluntad”. Ignoro si ésa fue exactamente su formulación ni si la traducción es la más adecuada, aunque, por lo que sé de él, es probable que sea bastante aproximada; sin embargo, aquí y ahora, no se trata tanto del autor (que merece mi respeto en más de un sentido), como de la carga filosófico-vital de la frase. Por un lado, y ése es el factor por el que se decantó mi entusiasmo juvenil, reivindicaba la posibilidad de oponer la voluntad inquebrantable de esperar lo mejor, al pesimismo al que inexorablemente parecen conducirnos en más de una ocasión el análisis y el pensamiento. Pero, por otro lado, también, y eso lo he observado con la perspectiva que dan los años y la experiencia, hay que precisar que, de una frase con esa formulación y descontextualizada, podría deducirse (sin duda en una lectura demasiado fácil, y ajena, con toda seguridad, a la intención del autor) que voluntad e intelecto están reñidas, que no es posible el optimismo inteligente. A eso voy.

En mi opinión, a menudo aceptamos con excesiva facilidad y ausencia total de crítica, de análisis, afirmaciones del estilo de las que definen al pesimista como “un optimista bien informado” o al pesimismo como “el resultado de una observación científica, rigurosa y objetiva que inevitablemente conduce a la pesadumbre”. Aceptamos sin cuestionarlo que se atribuya al optimismo un papel paliativo, el de “un optimismo de evasión que ejerce la sana función psicológica de levantarnos el ánimo”, para personas u ocasiones supuestamente superficiales o insensatas.

Con demasiada frecuencia, a mi parecer, seguimos dejándonos llevar por esquemas morales y culturales de los que abominamos pero que siguen impresos en lo más profundo de nuestros cerebros: seguimos aceptando con otras palabras (será por formulas y perífrasis) que vivimos en un valle de lágrimas, que no podemos hacer nada, ni con el planeta, ni el cambio climático, ni con los derechos humanos, ni con la crisis, ni con las grandes corporaciones o la corrupción política. En el fondo, tenemos miedo a salir de escenarios conocidos en los que mal que bien sabemos movernos, por el temor a cambiar: el miedo a la libertad, que diría Erich Fromm. Somos derrotistas, e incluso, en ciertos temas, catastrofistas, sobre todo cuando nos quedamos atrapados en el sofá frente a la tele y se nos enredan las noticias, cual si fueran plantas trepadoras asfixiantes y pegajosas que vampirizan nuestros restos de coraje.

Es cierto que el contexto sociopolítico y económico actual no parece favorecer esa “tendencia a esperar que el futuro depare resultados favorables” que caracteriza a los optimistas. Pero tampoco hay que perder de vista que la palabra “crisis” no se ha inventado ahora. En el griego original, crisis significaba entre otras cosas “ruptura”, “elección” y “juicio”; la crisis es una situación de ruptura (con algo anterior, por ejemplo) que nos obliga a reflexionar, elegir y decidir. Y, qué duda cabe, situaciones que encajan en esa descripción las hay, las ha habido y las habrá hasta decir basta, para nuestro bien —dicho sea de paso— como especie, como conjunto de organizaciones sociales y como individuos.

Y puesto que nos encontramos en una de esas tesituras que “invitan” a reflexionar, elegir y decidir, extiendo la invitación a quien lea este “borrador” o tenga noticia de él, y me inclino a hacerlo desde una perspectiva crítica: ¿a quién beneficia que se extienda el pesimismo?, ¿en qué parte de la visión del mundo que cada uno alcanza a conocer nos basamos para ver sólo lo que confirma el derrotismo irredente?, ¿por qué permitimos que se nos queden fuera de foco o de micro tantas informaciones y noticias que podrían cambiar sustancialmente las valoraciones finales que hacemos de las cosas?, ¿por qué seguimos siendo a veces sectarios y cerriles, aplicando los viejos lemas de “con los míos, con razón o sin ella” o “al enemigo, ni agua”, cuando las sumas de esfuerzos podrían paliar o solucionar situaciones, complejas o simples, y abrir márgenes al futuro? ¿Cuántas veces no nos estaremos construyendo un discurso autojustificativo y autotranquilizador basado en ese pesimismo fatalista o catastrofista para no implicarnos en nada, no arriesgar, no hacer evidente el miedo a nuestra propia libertad, a construir nuestra vida por nosotros mismos, sin muletas?

En este contexto, sostengo con convicción que la voluntad y la inteligencia, ambas, indiscutiblemente unidas, han de ser los pilares en que se apoye el optimismo sensato, crítico, juicioso; en que se base la confianza en el futuro que nos impela a la implicación con la vida y la participación, a la movilización contra la inmovilidad. Parafraseando, con breve variación, al poeta Ángel González, se trata de elegir, desde la racionalidad, con voluntad y con algo de entusiasmo recuperado, vivir con esperanza y con convencimiento.

No existe un pensamiento panorámico que sea capaz de englobar en una sola visión de conjunto todos los componentes de una realidad. Siempre recordamos, observamos y predecimos de forma selectiva, basándonos en unos datos y dejando de lado otros. El optimismo inteligente puede y debe desmontar las trampas del pensamiento siniestro haciendo selecciones distintas.

Gracias a nuestra capacidad de raciocinio, podemos encontrar razones sobradas para pensar, sentir y actuar de forma optimista sin por ello engañarnos a nosotros mismos. No se trata de seleccionar sólo los aspectos más gratos de la vida, sino de optar por planteamientos y retos estimulantes desde una actitud claramente positiva, libre, consciente y voluntariamente elegida.

4 comentarios:

  1. Difícil, cada vez más difícil...
    Cómo tú misma comentaste: un poco largo, muy interesante, pero largo.
    Creo que te ha salido casi una tesis sobre el optimismo cuando lo que te sugerí era que te diera por pensar en algo distendido, algún tema menos profundo como los que sueles colgar por aquí. Pero me da la impresión de que para ti es tan difícil pensar en temas superficiales, sin profundidades filosóficas, como lo es para la mayoría de los demás mortales, hacer todo lo contrario. Seguiré leyéndolo, eh!!!! Un beso enorme.

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  2. Menos mal que, al parecer, aún tendré alguna otra oportunidad de que me leas ;)
    Habrá que intentar ser menos ladrillo :)
    ¡Gracias por estar ahí!

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  3. Una de las mejores definiciones de "crisis" que he encontrado.

    Y gran pregunta ¿Quien rentabiliza tanto miedo?

    UN saludo,
    María

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  4. Gracias, María :)

    Sí, ésa es la pregunta del millón, el clásico "Cui prodest", a quién beneficia. Si hacemos caso a Séneca, el beneficiado es, a su vez, el culpable...

    Interesante, tu web. Seguiré explorándola :) Gracias.
    Joana

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