martes, 16 de marzo de 2010

Sobre el ruido

El correo electrónico, con los powerpoint, se ha convertido en una especie de púlpito alternativo desde el que aceptamos, porque proceden de amigos y conocidos bien intencionados, prédicas y recomendaciones morales que probablemente no admitiríamos ya ni siquiera de nuestros progenitores, y mucho menos de los púlpitos originales, a los cuales hace tiempo que no acudimos.

Circula por ahí una de esas fábulas actualizadas con bonitas fotos y banda sonora new age que alcanzó el objetivo (algunas lo consiguen) de ser recordada; quizás porque, en coherencia con su propia moraleja, decía lo justo, sin excesos. Hablaba de un camino empedrado y de las carretas que pasaban por él; de cómo un abuelo sabio y entrañable invitaba a su nieto a observar que las carretas más llenas eran las que con más éxito lograban mantener el equilibrio y las que hacían menos ruido al sortear los desniveles de las piedras.

De vez en cuando llegan a nuestros buzones reconvenciones y consejos más explícitos y directos sobre cómo, cuándo y en qué condiciones debemos hablar o guardar silencio, basándose en el pensamiento o las doctrinas filosófico-religiosas de uno u otro origen.

En realidad, por supuesto, quienes crean esas presentaciones, quienes las enviamos (el que más y el que menos lo ha hecho alguna vez) y quienes las leemos (seguramente seleccionando cada vez más en función de su procedencia) estamos en nuestro derecho de contribuir o no a la propagación y consolidación de esta nueva y ecléctica opción para la difusión doctrinal.

Sin embargo, no puedo dejar de hacerme preguntas sobre su nivel de eficacia, sobre su auténtica utilidad, sobre el tiempo que realmente dedicamos a pensar en esas recomendaciones más allá del que se tarda en leerlas a ritmo de clic; incluso sobre la posibilidad de que recibir y enviar esos mensajes pueda contribuir a hacernos creer que nuestra carreta está más llena de lo que realmente lo está.

Y no puedo dejar tampoco de pensar en el grado real de comunicación que suponen los envíos, generalmente colectivos, de todos esos correos; de ésos y de tantos otros, con fotografías más o menos impactantes, vídeos más o menos graciosos, y no digamos ya de las “cadenas” que conceden deseos o provocan condenas de infortunio eterno, según se sigan o se corten; o las supuestas y generalmente falsas peticiones de ayuda para niños enfermos o desaparecidos, que a través de la fibra sensible de la gente contribuyen en realidad a la extensión del spam (o correo basura).

Me pregunto, ciertamente, sobre la medida en que todas esas “comunicaciones” constituyen de verdad un medio de auténtica comunicación; si cuando le damos al “reenviar” pensamos realmente en si a cada uno de los destinatarios de la “lista de distribución” le puede gustar o interesar ese mensaje en concreto; si no nos estamos engañando al creer que de ese modo “estamos en contacto” con nuestros amigos (incluso, a veces, sólo conocidos) y que los tenemos presentes en nuestras vidas cuando en realidad, en muchos casos, a penas sabemos cómo están o cómo se sienten; si a menudo no preferiríamos encontrar en nuestro buzón un solo mensaje personalizado con un sencillo “Hola, ¿cómo estás? Lo que me importa es que estés bien, y saberlo”, en lugar de una batería de “reenviados” sin un simple saludo personal.

Tal vez no sean opciones incompatibles. En ocasiones, existe ese intercambio real de complicidades e interés, además de los envíos masivos. A veces, los mensajes colectivos incluyen un guiño personal o se reenvían selectivamente. Sin embargo, a pesar de las bandas sonoras new age, tengo la impresión de que nuestros buzones se llenan, con demasiada frecuencia, de ruido.

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