martes, 27 de abril de 2010

Sobre la juventud cosmética y otras tiranías

A juzgar por el contundente bombardeo publicitario —que se recrudece con la llegada de la primavera hasta límites que agotarían la más ejemplar paciencia bíblica—, vivimos inmersos en un estado mental colectivo ciertamente preocupante.

En un contexto internacional de crisis económica, migraciones, conflictos culturales latentes, inquietudes ecológicas y búsquedas de opciones alternativas para la convivencia y la conservación del suelo bajo nuestros pies, la llegada de la primavera y la proximidad del verano corren el telón. Se encienden los focos de nuevo: vuelve el espectáculo.

A lo que hace ya algunas décadas se vino en llamar “culto al cuerpo”, se viene sumando en los últimos años una auténtica “obsesión por la juventud”; más bien por su apariencia o por su aparente recuperación o retraso, cabría precisar.

El inicio de campaña por parte del buque insignia de los grandes almacenes comerciales de este país y su toque de campana anunciando que “ya es primavera” activan, antes y con mayor intensidad que el calendario, la neurosis colectiva por la imagen personal que se habrá de lucir en la apoteosis estival de luz y vacaciones.

Y entonces es cuando se hacen aún más evidentes las paradojas.

Al parecer, vivimos en una sociedad cuyos individuos adultos (muchos de ellos) rechazan los efectos que el avance de sus vidas va dejando en sus cuerpos, aborrecen los rastros que se convierten en testimonios de los años vividos, detestan la evidencia del camino recorrido y, por eso, simplemente, la niegan.

Me pregunto si, en realidad, niegan sólo la evidencia o también la experiencia, aunque ésa es ya harina de otro costal.

Así pues, las arrugas, la flaccidez, los kilos (no la obesidad, que ése es otro cantar), la celulitis, las manchas en la piel…, dejan de ser consecuencias de procesos fisiológicos naturales y se convierten en enemigos abominables contra los que combatir, a base de cremas reafirmantes, nutritivas, antiedad, antiarrugas, con nombres impronunciables de componentes que podrían proceder del planeta Kriptón o de las selvas amazónicas; cirugía estética-plástica, tratamientos anti aging con oxígeno, escultura corporal y cavitación o duras sesiones de gimnasio, entre otras armas al uso.

Huelga decir que, si bien el sector masculino de la población se va incorporando progresivamente a este combate, la mayor parte del público-objetivo de los mensajes “antienvejecimiento” sigue siendo femenino y, lamentablemente, el origen de éstos no es sólo publicitario: la presión social sobre la mujer en ésta y otras materias “estéticas” (llamémoslas así, por abreviar) continúa siendo abrumadora; no hay más que acercarse a un kiosco en plena “operación bikini”, ver un rato la tele (donde jóvenes modelos a quienes no les sobra ni un gramo recomiendan cereales para mantener —¿a raya?— la línea), compartir una cena de grupo o acercarse un sábado por la tarde a una gran superficie (donde es fácil ver, sin ir más lejos, orondas “curvas de la felicidad” —que serían severamente criticadas en una mujer— lucidas sin el menor complejo por sus compañeros), para comprobarlo.

Sin embargo, y por eso hablaba de paradojas, la nuestra parece ser una sociedad que valora la juventud pero invierte sus esfuerzos en la inalcanzable recuperación de la de quienes ya la han perdido o en el quimérico intento de retrasar la vejez, mientras que sus individuos auténticamente jóvenes se enfrentan a diario a un sinfín de problemas derivados esencial y precisamente de su juventud .

Y también resulta, cuando menos, paradójico el hecho de que quienes se enzarzan en la lucha contra el envejecimiento lo hagan a sabiendas de que están irremisiblemente condenados a perder la guerra, aunque ganen alguna de sus batallas. Curiosa entrega voluntaria a la inevitable frustración.

No deja de ser, además, una muestra notable de cinismo que se pretenda compaginar con esa “filosofía” una afirmación como la de que “la belleza está en el interior” (utilizada incluso para vender laxantes), en un intento de aportar un barniz “profundo” a la cuestión.

Y hablaba también de tiranías, porque ésta es otra de esas tiranías cotidianas que soportamos o incluso nos imponemos; una tiranía, en este caso, asumida en mayor o menor medida por un elevado porcentaje de la población, que, en función de sus posibilidades presupuestarias y su particular experiencia de la “crisis”, está engordando las cajas de los centros comerciales de la zona o las de las grandes corporaciones y marcas cosméticas internacionales.

Y ahí está quizás el punto central, el de partida y el de llegada: Cui prodest scelus, is fecit. «A quien beneficia el delito, ése es su autor», escribió Séneca.

¿Quiénes se benefician de ésta y de otras exigencias, social e individualmente aceptadas, en torno a la imagen personal? ¿Qué fue primero, el huevo o la gallina? ¿Son los “autores del delito” quienes imprimen en la sociedad esos esquemas de valores o, simplemente, ellos se limitan a sacar partido y beneficio de nuestra vanidad, debidamente predirigida?

Apuesto por dedicar cuidados y atención a la salud y al aspecto —por este orden—, por el propio bienestar, por dar calidad a los años y porque si estamos a gusto con nuestra imagen estamos de mejor humor, nos sentimos más seguros y todo parece más fácil. Pero los perfiles de esos cuidados y los límites de la inversión deberían ser decisiones personales conscientes y libres, en mi opinión.

domingo, 18 de abril de 2010

Sobre palacetes y soberbias

La semana pasada, aprovechando unos días de descanso —de ese tiempo genial sin horarios impuestos, ni obligaciones, ni responsabilidades—, disfruté, entre otras cosas, de la lectura de La estrategia del agua, la última novela de Lorenzo Silva (http://www.lorenzo-silva.com/index_espanol.htm) sobre las “aventuras y desventuras” del brigada Bevilacqua y la sargento Chamorro.

A pesar de que el objetivo primordial de la escapada era desconectar del mundo mundial, confieso que me conecté a diario para seguir las informaciones sobre el pago de la fianza que iba a librar de la prisión, de momento, al ex presidente que padecimos durante 7 años en estas islas; en las que, por cierto, iniciaron sus andanzas, cuatro novelas y un libro de relatos antes, los personajes de Silva.

No es mi intención ahora aventurarme a hacer crítica literaria; aunque, si la hiciera, habría más tela que cortar con esta obra que la que solemos presuponer, a menudo injusta y superficialmente, a una de ésas que etiquetamos como policiacas. Hoy me sirvo de esta novela (que me gusta aún más cuantas más vueltas le doy) por algo de ella que —vaya novedad— me ha dado en qué pensar: las lecturas de la víctima.

El hombre sobre cuyo asesinato investigan y resuelven los protagonistas tenía dos obras de cabecera en la mesilla de noche, a las que el brigada Bevilacqua, alias Vila, dedica especial atención, para conocer mejor al muerto: Manual de vida, de Epícteto (ss. I-II d.C.); y El arte de la guerra, de Sun Tzu (s. V a.C.)

Las citas que se reproducen en la novela picaron mi curiosidad y decidí rebajar, siquiera un poco, mi oceánica ignorancia en tantas y tantas materias leyendo estas dos obritas (el diminutivo es por su extensión, no por su valor). Contra lo que pueda parecer, resulta francamente asombroso comprobar hasta qué punto pueden seguir siendo de auténtica actualidad reflexiones y recomendaciones morales y estratégicas de hace 2.000 y 2.500 años, respectivamente.

Epícteto, un esclavo romano que alcanzó su libertad gracias a su inteligencia y su deseo de saber, dice, por ejemplo: «Las posesiones de una persona deberían ser proporcionales a las necesidades de su cuerpo, tal como el zapato calza al pie. Sin una preparación moral, podemos vernos inducidos al exceso. En el caso de los zapatos, por ejemplo, mucha gente siente la tentación de comprar zapatos selectos y exóticos […] Una vez que caemos […] en la falta de moderación, adquirimos impulso y podemos perdernos en los caprichos». O bien: «Las cosas y las personas no son lo que deseamos que sean ni lo que parecen ser. Son lo que son. […] tus posesiones pueden ser excelentes, pero tu persona no adquirirá excelencia a través de ellas. […] Siempre está en nuestras manos decidir si queremos pagar o no el precio de las recompensas de la vida. Y con frecuencia nos conviene más no pagarlo, pues dicho precio podría comprar nuestra integridad. […] Si intentas ser algo que no eres o te esfuerzas en conseguir algo que está más allá de tus posibilidades, terminarás como un patético diletante…».

¿Por qué será que mientras lo leía se me venían a la mente ciertos registros policiales de palacetes excesivos, decorados con lujos desmedidos y dotados de armarios y zapateros disparatados…?

Sun Tzu fue un general chino del siglo V a.C. que trabó el considerado mejor libro de estrategia de todos los tiempos, “un tratado que enseña la estrategia suprema de aplicar con sabiduría el conocimiento de la naturaleza humana en los momentos de confrontación […] para comprender las raíces de un conflicto y buscar una solución”. Hoy en día, su filosofía se aplica a campos tan diversos como el deporte, la gestión de empresas, la diplomacia, los negocios o la política.

Dice Sun Tzu: «La mejor victoria es vencer sin combatir, y ésa es la distinción entre el hombre prudente y el ignorante». Y también: «A menos que tu corazón esté totalmente abierto y tu mente en orden, no puedes esperar ser capaz de adaptarte a responder sin límites, a manejar los acontecimientos de manera infalible, a enfrentarte a dificultades graves e inesperadas sin turbarte, dirigiendo cada cosa sin confusión». O «El beneficio y el daño son interdependientes, y los sabios los tienen en cuenta».

Sospecho que ni el ex presidente Matas, ni sus allegados políticos y/o familiares habían leído, antes de su acceso a las responsabilidades políticas, ni al maestro estoico ni al veterano general. Si me equivoco, decididamente, no entendieron nada.

lunes, 12 de abril de 2010

Sobre el descanso

Recuerdo que mi sobrino, con apenas doce años, me sorprendió un día con esta pregunta: “¿Sabes qué es realmente el tiempo?” La sorpresa fue aún mayor cuando, sin darme tiempo a contestar, añadió: “Otra manera de controlar a las personas”. Pensé que el crío prometía, no me equivocaba.

Continuó explicándome que, al organizar algo abstracto como “el tiempo” en casillas concretas y con apariencia más comprensible, como los segundos, los minutos, las horas, los días, las semanas, los meses, los años…, en realidad se nos estaban dando unos esquemas comunes a los que adaptar nuestras vidas y con los que resultaba más fácil dirigir, controlar y marcar límites en la sociedad.

No le faltaba razón, seguramente. ¿Qué duda cabe de la estrecha relación existente entre nuestras rutinas y obligaciones cotidianas y la organización de nuestro tiempo? ¿Quién es capaz de desvincular las responsabilidades laborales y profesionales de eso que hemos dado en llamar “horarios”? ¿Acaso podemos negarle al calendario su papel primordial en nuestra organización vital, al margen incluso de la sucesión de las estaciones? El calendario escolar, el calendario laboral, los días hábiles, los festivos, los fines de semana, las vacaciones… Todos ellos, junto a los horarios, se ajustan mayormente a una determinada cuadriculación del tiempo (la de la sociedad en que vivimos) y determinan a su vez el transcurso de nuestras vidas: el sueño, la vigilia, la actividad escolar o laboral, las comidas, las compras, el ocio, los viajes…

Cualquiera sabe por propia experiencia del peso de esos esquemas temporales, especialmente si sus biorritmos o tendencias personales tienden a infringirlos, o si la tan perseguida “conciliación entre la vida familiar y la profesional” resulta prácticamente inalcanzable. Son muy pocos los privilegiados que pueden elegir qué parte de sus días dedican a trabajar o cuándo disfrutan de sus vacaciones. Y todos tenemos, seguro, ejemplos propios y ajenos de cosas que no hemos podido hacer en el momento en que hubiéramos deseado hacerlas por una “colisión” horaria, o de las consecuencias a nuestra costa de haberlas hecho “fuera de horario”.

Así pues, al parecer, la organización temporal de nuestra cotidianidad se entreteje intrínsecamente con otros dos factores presentes e inevitables en lo que llamamos “estrés” o tensión: las obligaciones y la responsabilidad.

Sin embargo, como a tantas otras cosas en la vida, también a esta reflexión se le podría dar la vuelta. Y no sólo porque sea más que posible identificar elementos positivos en la ordenación del tiempo (que los habrá, y numerosos, probablemente); sino también y simplificando, porque, al volver del revés la existencia de los horarios, las obligaciones y la responsabilidad, al plantearnos sencillamente su ausencia, nos encontramos cara a cara con el significado más relajante del auténtico DESCANSO.