lunes, 22 de febrero de 2010

Sobre la integración

Esta entrada está escrita originalmente en lengua catalana, por razones que resultarán obvias a quien la lea, y traducida después (el texto, a continuación del original), para aquéllos que prefieran leerla en lengua castellana.

Va d’homenatges. Aquesta vegada el mereix, sens dubte, un venedor ambulant que va salvar un diumenge malgrat la pluja que destorbà el passeig.

Era al mercat de Valldemossa. Venia bosses i això que coneixem com a “complements” i convidava els vianants a acostar-se al seu mostrador improvisat oferint-los una informació irresistible: “Bon preu, bon preu! Avui bon preu, demà res!”

Ens hi acostàrem, i repetí el reclam amb un somriure blanquíssim. No ens poguérem estar de fer-li la mitja i suggerir-li: “Potser serà millor que tornem demà, doncs”. Sense canviar l’expressió somrient, ens afegí: “demà no hi ha mercat”. I continuà la seva tasca alabant-nos la qualitat de la seva oferta.

Tot això no passaria de ser una anècdota més o menys simpàtica viscuda en un mercat popular un diumenge al matí si fèiem abstracció del protagonista principal del diàleg. Però és justament del que es tracta: era un home estranger, una persona d’aquestes que, en el llenguatge “políticament correcte” que ens està fent virtuosos de l’eufemisme i la perífrasi, denominam nouvingudes, nous ciutadans; un home que en aquest mateix llenguatge descriuríem com a subsaharià. És a dir, un immigrant de raça negra, vingut del Senegal o de Mali, per exemple, a mirar de sobreviure en condicions més dignes a una terra allunyada de l’originalment seva. És aquí des de fa un any, ens va dir. I parla català, s’hi esforça, perquè —ho diu ell— “vivim a Mallorca, hem d’integrar-nos, au mem”.

“Bon preu, bon preu”. No deixa de somriure, tot li riu. Acabam la compra. Abans de partir, sembla que vol ploure; ell comença a arreplegar la parada. Es mou oratge i comentam que fa fred. Ens sorprèn altra vegada: “no és problema el fred, els doblers són problema, no el fred”.


De nuevo un homenaje. Esta vez lo merece, sin duda, un vendedor ambulante que salvó un domingo a pesar de la lluvia que estropeó el paseo.

Estaba en el mercado de Valldemossa. Vendía bolsos y lo que conocemos como “complementos” e invitaba a los paseantes a acercarse a su escaparate improvisado ofreciéndoles una información irresistible: “¡Buen precio, buen precio! ¡Hoy buen precio, mañana nada!”

Nos acercamos, y repitió el reclamo con una sonrisa blanquísima. No pudimos evitar sonreírle también y sugerirle: “Entonces quizá sea mejor que volvamos mañana”. Sin cambiar su expresión sonriente, añadió: “mañana no hay mercado”. Y continuó su tarea alabándonos la calidad de su oferta.

Todo ello no pasaría de ser una anécdota más o menos simpática vivida en un mercado popular un domingo por la mañana si hiciéramos abstracción del protagonista principal del diálogo. Pero es de lo que se trata, precisamente: era un hombre extranjero, una persona de las que, en el lenguaje “políticamente correcto” que nos está haciendo virtuosos del eufemismo y la perífrasis, denominamos recién llegadas, nuevos ciudadanos; un hombre que en ese mismo lenguaje describiríamos como subsahariano. Es decir, un inmigrante de raza negra, venido de Senegal o de Mali, por ejemplo, a intentar sobrevivir en condiciones más dignas en una tierra alejada de la originalmente suya. Está aquí desde hace un año, nos dijo. Y habla catalán, se esfuerza en hacerlo, porque —lo dice él— “vivimos en Mallorca, hay que integrarse, caramba”.

“Buen precio, buen precio”. No deja de sonreír, todo en él ríe. Acabamos la compra. Antes de partir, amenaza con llover; él empieza a recoger el puesto. Se levanta viento y comentamos que hace frío. Nos sorprende de nuevo: “no es problema el frío, el dinero es problema, no el frío”.

lunes, 15 de febrero de 2010

Sobre la casualidad

La casualidad es, según la define el diccionario, una “combinación de circunstancias que no se pueden prever ni evitar”. Indudablemente, se trata de algo más presente en nuestras vidas de lo que a menudo estamos dispuestos a aceptar en nuestro afán por pensar que, mayormente, hemos tomado las riendas de nuestras historias personales.

Admitir que la intervención de lo casual, lo imprevisible e inevitable pueda representar un factor más que importante en el hecho de que cada uno sea el que es, y el que está en proceso de llegar a ser, tal vez nos produzca cierta inquietud; a fin de cuentas, nos pasamos la vida combatiendo, de una u otra manera, la incertidumbre.

Sin embargo, quizás valga la pena reivindicar el poder benéfico de lo incontrolable. Naturalmente, no se trata de afirmar que todo lo que nos ocurre por casualidad tiene siempre consecuencias positivas; pero tampoco lo contrario. Probablemente, el que más y el que menos, acudiendo a su propia memoria, sería capaz de ofrecer ejemplos en uno y otro sentido, y tal vez haya que volver sobre ello en alguna otra ocasión para contemplar alguna perspectiva distinta.

Esta vez me propongo únicamente homenajear a las personas que, gracias a la casualidad, pasan por nuestras vidas y, aun sin saberlo, sin proponérselo, nos hacen como somos. Y no me refiero tan sólo a quienes se convierten en ejes esenciales de nuestras existencias. Porque ellos merecen capítulo aparte y porque es indiscutible que nadie tiene la capacidad de decidir en qué familia nace, ni qué hermanos o hijos tiene; ni puede afirmar que ha elegido a sus amigos o a su pareja de entre todos los posibles, sino, en cualquier caso, de entre los que han compartido su camino. Estoy pensando, más bien, en esta ocasión, en aquellas personas que en algún momento han estado o estarán en nuestras vidas sólo de paso (todos estamos de paso, cierto, pero ahora no se trata de evaluar lo efímero de la existencia); estoy pensando en aquellas personas que, aun teniendo un papel más o menos breve o transitorio en nuestra historia personal, resultaron ser esenciales para que acabáramos siendo quienes somos. Estoy pensando en aquella persona que hizo posible el acceso a un colegio que, sin ella, habría resultado inaccesible; en aquel profesor de literatura que estimuló nuestra pasión juvenil y nos enseñó a vivir con y por ella; en aquel amigo que dejó de serlo pero nos contagió su amor por la música y el cine; en aquella persona con la que compartimos aulas y que nos habló del que luego sería nuestro trabajo; en aquél con el que compartimos un breve romance y desapareció no antes de darnos a conocer a alguien con quien nos une una gran amistad; en aquella, por breve tiempo, compañera de trabajo que proporcionó a su vez el suyo a alguien a quien queremos; en aquel conferenciante que nos descubrió el medio para que alguien al que adoramos hiciera posible su sueño; en aquel conocido que nos hizo reencontrarnos con alguien a quien habíamos perdido; en aquel desconocido que, en un momento dado, nos hizo recuperar la fe en el ser humano… En todos ellos y en algunos más es en quienes ahora estoy pensando. Agradezco a la casualidad que los cruzara en mi camino tanto como a ellos que, aun en el supuesto de que hubieran podido hacerlo, no lo esquivaran y estuvieran ahí. Otros habrá, no tengo la menor duda; porque seguirán produciéndose, afortunadamente también en este sentido, circunstancias que no se pueden prever ni evitar.

domingo, 7 de febrero de 2010

Sobre el poder

Ignoro hasta qué punto pueda tener fundamento esa afirmación tan reiterada de que “el poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente”; pero personalmente me niego a aceptarla.

A riesgo de mantener una posición calificable de ingenua y voluntarista, y por lo que al poder político se refiere en este caso, prefiero seguir creyendo que no son las circunstancias ni el contexto los que determinan inexorablemente ciertos comportamientos del todo reprobables, sino la predisposición personal y las decisiones individuales y de grupo de las personas que alcanzan ese poder y, lo que tal vez sea peor aún, las de quienes con su voto se lo permiten, injustificablemente, más de una vez.

Con toda seguridad, los politólogos y expertos en procesos electorales pueden aportar datos y variables que contribuyan a entender (desde un punto de vista intelectual, no moral) las razones por las que, en ocasiones, el electorado parece premiar conductas corruptas; porque al igual que probablemente los profesionales de la psicología podrían describirnos características comunes de personalidad y carácter de quienes instrumentalizan el poder político en su exclusivo beneficio, seguramente también unos y otros estudiosos podrían caracterizar al electorado que los sostiene. Sin embargo, para quienes carecemos de sus instrumentos de análisis y aun así podemos intuir las inadmisibles motivaciones de los corruptos, resulta más que incomprensible el hecho de que una buena parte de los perjudicados por las tropelías (urbanísticas, contractuales, antidemocráticas, económicas, al fin y al cabo) mantengan a menudo a los verdugos de sus libertades y sus impuestos en situación de persistir en sus abusos.

Ello no rebaja un ápice la responsabilidad personal y partidaria de quienes prostituyen la noble naturaleza del cargo de servidor público en su único e ilegítimo propio beneficio, no la rebaja ni diluye en absoluto. Ante esto, por más que se intenten políticas “de ventilador”, por más que se esgrima el “y tú más”, por más que se recurra al pretendido argumento de la “persecución” o se acuda a los eufemismos más o menos creativos para maquillar la descripción de los hechos (una vez probados éstos por quienes tienen la capacidad y la autoridad legal para hacerlo), el rechazo moral, político y social -además de las penas legales correspondientes- es la única respuesta democráticamente comprensible y aceptable, en mi humilde opinión.

Si el poder corrompe será porque haya quien se lo permita o, incluso, se lo facilite.

La libertad personal y las convicciones democráticas de individuos y partidos son opciones no sometidas inexorablemente a una epidemia incontrolable, son conquistas y valores que practicar desde los principios morales y el respeto a las leyes y a la ciudadanía.

Y, afortunadamente, NO todos son iguales, sigue habiendo quien cree en la política al servicio de la comunidad, del bien común colectivo de la ciudadanía.

sábado, 6 de febrero de 2010

Esa funesta manía...

Una leyenda urbana dice que en la fachada del edificio de una antigua Universidad española está grabado el extraño lema “Lejos de Nosotros la Funesta Manía de Pensar”.
En realidad, esas palabras no están escritas allí por ningún lado y parece ser que nunca lo han estado. El presunto lema es una de esas cosas que se van repitiendo una y otra vez en los medios y en la red hasta cobrar carta de naturaleza.
Al parecer sí existe una cierta carta o memorial que escribieron varios profesores de su claustro a Fernando VII, durante la década ominosa. En esa carta, los claustrales de dicha Universidad, cuyo nombre omito porque no debería ser recordada tan sólo por el texto de marras, hacían una lamentable declaración de principios reaccionarios y serviles, para conjurar cualquier posible sospecha de rencor hacia los Borbones. Pero, en ella, la redacción de la frase en cuestión no era ésa, y su interpretación ha sido largamente debatida.
Sin embargo, cualquiera que sea el origen exacto de la versión que ha perdurado, lo cierto es que tanto el verbo como la acción de pensar a menudo parecen no gozar de grandes simpatías y, si bien no siempre se los incluye en la relación de las “manías” ni se les atribuye el calificativo de “funestos”, la expresión “piensas demasiado” se utiliza con notable frecuencia, acompañada de una irónica sonrisa, y contrapuesta a la generalmente aplaudida tendencia a la acción.
Me reconozco culpable de tan funesta manía, y ésa es la razón por la que me he planteado compartir los resultados de mis cavilaciones. Ésa y el hecho de que leer las reflexiones de otros afectados por el mal me haya proporcionado más de un buen rato.
Dice el saber popular que las palabras se las lleva el viento. Dejaré aquí pues algunas, no con la pretensión de hacerlas duraderas, sino con el deseo de que puedan ser compartidas, matizadas o combatidas, expresa o tácitamente: lo que importa es pensar, también.